La reanudación de la producción en serie de los misiles balísticos hipersónicos Oréshnik por parte de Rusia. El despliegue de dos submarinos atómicos estadounidenses hacia aproximaciones estratégicas de Rusia. Producían sentimientos de terror y profunda impotencia a Jacques le Bon. El quiebre total del status quo geopolítico de antes de la pandemia del Covid-19, ya era absoluto. El nuevo Orden Mundial proseguía en su construcción. El juego geoestratégico definía rumbos, con sus pugnas para establecer las hegemonías del hoy mundo tripolar.
Apesadumbrado Jacques le Bon recreaba en su imaginario la guerra del fin del mundo, mientras desayunaba y leía la prensa. De repente una lapidaria frase en el periódico Hoy lo trajo al presente: "El éxito representa el 1% de tu trabajo, y es resultado del otro 99%, que llamamos fracaso. Soichiro Honda". Harto de la estupidez humana, Jacques le Bon dio una formidable vuelta de timón al momento. Pensó en el éxito. Volcó instintivamente su mirada hacia los vericuetos del alma. Hacia los caminos inescrutables del sentir, y la satisfacción en cada latido que define el verdadero éxito humano.
No hay logro genuino sin sacrificio. No existe resultado de éxito verdadero, sino posee los sonidos celestiales de la orquesta sinfónica del alma. Si bien la vida es ensayo-error. Sabedor de que la perfección le es vedada a la condición humana. Jacques le Bon pensaba en el Olimpo y la eterna atmósfera serena de los dioses. A imagen y semejanza, somos dioses musitaba Jacques le Bon. La guerra del fin del mundo llevaba a pensar en el juicio final. Las últimas voluntades. El pasadizo secreto al más allá. Será luz o oscuridades, sentenciaba Jacques le Bon. Por sus frutos lo conoceréis, Mateo 7:16-20.
Montado en una nave imaginaria, Jacques le Bon volaba a su destino final. Tras el fin de los tiempos, Jacques le Bon soñaba con el paraíso y la vida eterna. Una isla será mascullaba. Surcaba los cielos eternos rumbo a Ávalon, isla legendaria de la mitología Celta. Navegaba y rumiaba su inventario ante la hora decisiva. El bien ser y bien hacer. El ser más que el tener. La posibilidad de poder conjugar el tener, junto al ser que trasciende desde lo verdadero, lo justo, lo amoroso, lo honesto, lo real, lo espiritual. La derrota, que brinda la posibilidad de emerger la genuina victoria, desde un místico ambiente de paradojas. Caer, para levantarse y conocerse a si mismo. Entrar por los misterios de la isla de Ávalon junto al aroma del deber cumplido. ¿Qué es el propósito? se cuestionaba Jacques le Bon que no sea honor, responsabilidad y compromiso.
Ya en Ávalon un grupo de Hadas recibió a Jacques le Bon en la recepción de la isla. El área muy acogedora, por demás un ambiente de franca camaradería y sonrisas genuinas. Lo invitaron a sentarse en un macizo banco de paciencia, humilde como el Santo Grial. Le ofrecieron un té indescifrable, junto a una barra de chocolate Lindt de 300 gramos negro con avellanas. Gozo, aroma y crocancia eran los primeros versos del iniciado Jacques le Bon en la vida eterna del paraíso de Ávalon. Se acomodaba a la Isla. A la atemporalidad de lo eterno. Sin deseos, sin ansiedad. Libre en el presente sin expectativas. La atmósfera del paraíso se adentraba por sus poros, como una precisa sustancia mística de paz.
Luego de un tiempo incalculable en la recepción. Jacques le Bon pasó a la sala de espadas. Era el sensor donde una espada con poderes mágicos lo elegía, como símbolo de su legitimidad del verdadero éxito. Condición indispensable para acceder a los eternos jardines de la isla. Con su Excalibur ya en las manos, Jacques le Bon se adentró por los verdes follajes junto al bagaje de sus raíces Celta-Astur. Divisó un conjunto de camillas. Morgana, experta en artes curativas, lo invitó a acostarse. Como bálsamo celestial Morgana curaba todas las heridas del mundo a Jacques le Bon. Indispensable para su encuentro con el Rey Arturo, varón y protector de la isla, junto a todas las almas de buena voluntad del paraíso de Ávalon.
La emblemática mesa redonda de los caballeros era regia. Las espadas resplandecían fulgurantes, en armonía con los eternos cielos de Ávalon. Sentado como uno más, Jacques le Bon escuchaba con el corazón y el alma preñado de receptividad. La nobleza de los principios espirituales. Los valores como estructura necesaria, para acariciar los muros de la eternidad. El rey Arturo levantaba su cáliz con agua bendita. Miraba las alturas y repetía con gozo y piedad: "Estamos pues en el Olimpo desde la unidad. Confianza en si mismo, sin rendirse, desde el aprendizaje constante. Con metas y observando el descanso. Meditando y controlando el estrés. Relaciones sociales sinceras y legítimas, sabiendo que no se gana siempre y que no vivirás para siempre. Afrontando los miedos, sabiendo ya decir que no. Priorizando, y aprovechando las oportunidades. Creación de rutinas, y cuidando la energía. Desarrollando planes, rodeado de positividad. Comunión con la naturaleza y moverse de la zona de confort. Claros de objetivos y realistas. El bien, que el sentir palpita la eternidad desde nuestras entrañas. Sigue la sombra…..síguela."