In Reflexión

BACH EN TIEMPOS DEL CORONAVIRUS

Era un animal de costumbres, ya la cuarentena pautaba sus ritmos, sus hábitos. Domingo sin prensa pensé. Los periódicos eran una gran distracción y un placer que me acompañaba desde mi niñez. Desayunar con la prensa me agrada, es un mágico paseo por los acontecimientos que serán la historia del futuro. 

Entré en la cocina y abrí la nevera. La masa de la leche frita, preparada la noche anterior, me aguardaba silenciosa, compacta, perfumada con vainilla y cáscara de naranja. Manos a la obra, un silencio con sabor a eternidad filtraba desde la calle por toda la cocina. Corté la masa en cuadritos, los pasé por huevos batidos y harina. Prendí el fuego luego de verter abundante oliva de freír en un caldero, luego froté los cuadritos por una mezcla de azúcar con canela y a freír. En medio de la incertidumbre, del sinsabor de que pasará con esta pandemia cada bocado de leche frita era orgásmico. Crema pastelera empanada y frita en oliva que eran caricias y besos de dioses a las papilas gustativas.

Me fui a pasear a mi perra, mi hermosa e inteligente Gala. La rutina obsesiva compulsiva iniciaba sus estragos de día por día. Gel de alcohol en las manos, Lysol en las patas de mi perra, en los tenis, en la gorra. Lavado de manos, de caras; en fin de todo. Era el momento de salir al parque a mis ya habituales caminatas. Necesidad imperiosa, bálsamo para el espíritu y el alma.

Encendí la música ya en el parque. El concierto para Cello suite No. 1 en G mayor de Johann Sebastian Bach, interpretado por Mstislav Rostropóvich era un canto celestial. Un manto musical repleto de naturaleza y divinidad. Bach en tiempos del Coronavirus me era especial, sublime. Sus matemáticas musicales frotaban los puntos de mi alma, surcaban los torrentes de sangre con gloria y majestad.

En cada paso, en cada partitura junto al parque como microcosmo y escenario del universo, el sentir y la alegría de los pájaros. La naturaleza agradecida ante el freno de la energía monetaria adictiva de la humanidad, ante la pausa del consumo voraz y depredador de la especie. El verdor no solo era visual, sino que se sentía en cada aliento en cada pisada en la tierra. Los OBOE concertos de Johann Sebastian Bach, con Andries Puskunigis y la St. Christopher Chamber Orchestra era un proseguir de la magia. Unos instantes con sabor a eternidad que trastocaban esta pesadilla, la incertidumbre, nuestra eterna pequeñez humana. Música y naturaleza como contraparte al encierro ante la peste, a la triste realidad de nuestra impotencia ante un microscópico organismo.

Para creer en Dios hay que escuchar a Bach, mascullaba con pensamientos. Ya en casa, junto al amoroso calor familiar proseguí con sus conciertos para violín desde la ducha; larga y en pausa conforme a los tiempos. La mente me daba vueltas, la cantidad de nacionales que viven el día a día me mortificaba. Tanto años en Villacon me daban una perspectiva de primera mano. El pesimismo de las consecuencias económicas, el retroceso en la fragilidad social, lo difícil para tantos de soportar la cuarentena con tanta precariedad -las medidas con tufo a politiquería y negocios con fondos de emergencia competían con el buen manejo personificado por el ministro de salud junto a la indudable preparación del politburó para enfrentar la crisis sin igual- eran la contraparte del mensaje de estos tiempos para la humanidad. El tiempo, la prisa, lo verdadero e importante. Lo esencial y trascendente para la condición humana. Destellos de la sesión de meditación en la mañana me lo afirmaban. La espiritualidad, la conexión al ritmo del universo; el entendimiento en los canales del alma sin lengua, sin voz. Desde las gárgaras espaciales llenas de propósito. Cambio; todo cambia hacia nuevos estadios de convivencia, respeto, orden y progreso.

 

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