"Un cocinero se convierte en artista cuando tiene cosas qué decir
a través de sus platos, como un pintor en un cuadro."
Joan Miró
Todo pasa, todo muta, todo se transforma, todo concluye.
Con el cierre del Vesuvio una lluvia de pensamientos, un cubrecama espiritual de recuerdos pobló mi mente; un chispazo divino corrió por mis venas y me llevó a viajar a mi niñez, a aquella stationwagon Peugeot de mi padre en la que domingo tras domingo visitábamos los pocos altares gastronómicos del viejo Santo Domingo, simple, alegre e inmensamente isleño.
Mi extinto padre, emigrante muy joven, venía con esas costumbres de buena mesa y pleitesía al buen comer desde su amada Asturias. Domingo tras domingo, Lina, Jai Alai, Sorrento, Los Imperiales, El Bodegón, el Mario y, por supuesto, el Vesuvio Malecón, eran los opciones disponibles. El Vesuvio siempre era un preferido, cómo olvidar mi primer contacto con unas suculentas ostras frías rebosadas de hielo, con una tierna salsa cocktail, viendo y sintiendo el estruendo de las olas del hermoso mar Caribe; aquellas pizzas personales en plato, con tenedor y cuchillo, descendidas con gozo y deleite junto a un Mickey Mouse (7Up y granadina); los ñoquis al forno, con ese deleite exuberante de kilos de Mozzarella derretido; el filete a lo Enzo, tierno y suave; el carrito de antipasto con sus múltiples opciones y la inolvidable berenjena parmegiana, la casata multicolor brumosa y con poder de exaltar y poner a viajar el paladar de chicos y grandes… Cuántos recuerdos, cuántas añoranzas, recordar el vivir, volver a recrear.
Adiós Vesuvio, me quedo con el recuerdo imperecedero de tu sabor, la feliz niñez junto a mi padre, madre y hermanas en aquellas sobremesas, el recuerdo de ese bello cuadro de Tatica sobre la caja registradora… Amén.