El modo de trabajar y las formas de diversión se fusionaban. Su niñez y adolescencia siempre estuvieron humedecidas por gotas del pragmatismo real de la vida misma. Por esos mandatos que se procesan con los años, Jacques le Bon fluía al ritmo mágico del comercio en todas sus etapas. Desde el otrora segundo de bachillerato, estaba ya en nómina con apenas 14 años. Por esas circunstancias de rebeldía y ruptura con el orden establecido, hubo de cursar el colegio en tanda vespertina. Ante lo sucedido, su padre que fue maestro y guía, tomó medidas. Jacques le Bon debía cumplir un horario laboral de lunes a sábado de 7:30am al mediodía, junto a la metáfora sonora de la sirena de los bomberos. Décadas de un hábito arraigado hasta el tuétano. Trasnoches por prolongadas fiestas. Somnolencias por estudiar corriendo para exámenes. Horas de juego limitadas, y cortedad de tiempo para el ocio juvenil. No existía la opción de no levantarse a cumplir con el deber.
En aquellos años la ciudad de Santo Domingo aún era apacible. Jacques le Bon, que pasó por una especie de entrenamiento en todos los quehaceres del comercio mayorista importador, estaba por aquellas fechas en el tema de Aduanas. Sería el 1986 o 1987. Todas las mañanas al llegar al almacén debía reportarse a Franklin Núñez, quien era el gestor ante Aduanas de todas las importaciones de la empresa. Ahí se definía la misión del día, entre manifiestos y aquellas inolvidables máquinas de escribir de rolo largo, donde Jacques le Bon aprendió sus primeras experiencia en mecanografía desde el yunque de la vida misma. Ya el Muelle de Haina se perfilaba como importante, sería con la entrada triunfal de la Globalización y las reformas del doctor Balaguer donde el consumismo y el contenedor como símbolo global ocuparía la principalía. Pero aún el muelle de Santo Domingo tenía la primacía por aquellos tiempos. Al no ser rubros de consumo masivo ni tener los niveles de consumo de hoy, todavía la mayoría de la carga ferretera era suelta.
Ese día había una misión particular. Franklin le dijo a Jacques le Bon -Está noche debemos ir al muelle. Lo paso a buscar por su casa al atardecer, coménteselo y pídale permiso a su Papá-. Nos llegaba una carga peligrosa ese día. Eran candados Globe de la China. El barco iniciaría su descarga de las bodegas a esas horas. Como era carga suelta y, llegaban los mismos productos a otros almacenistas-importadores cada importador debía tener un doliente allí. Los bultos venían con la marca de cada quien. Pero, a la hora de los faltantes y averías, el que no estaba allí cargaba con las perdidas. Temprano se coordinó todo. Tendríamos que recibir nuestros 170 bultos en piso, clasificarlos por referencia e inmediatamente llevarlos a la jaula del depósito. Donde se los entregaríamos al celador contados y verificados junto a él. A partir de ese día teníamos que pagarle un diario al celador hasta concluir el proceso y pagar los impuestos para retirar nuestra carga. En aquellos tiempos fácil se tomaba 10 o 15 días y cuidado para tener la mercadería disponible en almacén.
Serían las 6:40pm cuando Franklin Núñez pasó a recoger a Jacques le Bon. Jacques vivía relativamente cerca del muelle de Santo Domingo. Tomaron la avenida. Ya la estatua de Montesinos donada por los mejicanos estaba allí, señalando con su dedo índice el horizonte. Al ellos llegar al muelle el vapor Marú, barco gigante para los tiempos representado por Tito Mella, estaba atracado en puerto. Pronto iniciaría la descarga. Franklin y Jacques estaban prestos a la faena, junto a ellos se encontraba Güebin (de grata recordación para Jacques le Bon por sus ocurrencias y sabiduría innata) quien era una especie de corpulento alicate aduanero curtido en las lides portuarias, que les asistía en la faena de los puertos. Siempre en las descargas, una muchedumbre con tigueraje su mayoría y vestidos de obreros portuarios merodeaba las descargas.
Los marinos mercantes del Marú empezaban a vaciar sus entrañas. Utilizaban una malla gigante de una especie de soga de nylon con aspecto de cabuya, era manipulada por una grúa para descargar los bultos. De repente, a la tercera o cuarta descarga la grúa hidráulica se desestabilizó llena de cajas en su malla. Se desplazó -de forma involuntaria aparentemente- hacia el río Ozama y soltó las amarras y calló la carga a las aguas del río. Un silencio sepulcral se manifestó en aquél ágora a los pies de la embarcación. Como un párrafo de La Isla del Tesoro de Robert Louis Stevenson, saltó alguien al agua raudo y veloz. Rápido se abalanzó a la red. Al sacar la cabeza todos lo divisaron. Era un famoso y aguerrido trabajador portuario apodado el Gringo. Como un héroe bandido, sin temor a los guardias de la Marina de Guerra que inmediatamente le apuntaban desde el muelle. Como una especie de sujeto de la mitología el Gringo daba brazadas gigantes junto a cuatro cajas de candados Globe. Mientras, Jacques le Bon soñaba al vivir aventuras trabajando. Vivía acciones de una especie de cuentos animados, bañados con las milenarias aguas de la reviera del Ozama. En medio de aquella hazaña no podía ver el detalle de los bultos para ver la marca y saber si eran de la importación de su padre. Atónito y expectante, disfrutaba al trabajar con la experiencia de ver al Gringo -como Tarzán tropical- burlar a las autoridades y nadar hacia al otro lado rumbo a Molinos Dominicanos junto a las cuatro cajas.