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UN CIEN DE LA VAINA

Oscura la mañana, el hedor del alma sobresaltada inquietaba todo su ser. Carlos Reyes Lamouth soñaba con no bregar algún día. Con experimentar una jornada sin agonía, sin el joseo permanente que retrataba su vida. Desde el alba el primer pensamiento, la jodida agua para bañarse con las dos o tres cubetas, que siempre tenían un dejo a detergente y aceite de palma. El desayuno preñado de las mismas aburridas cosas de esta desgraciada canasta básica que le hartaba. Le producía un tedio universal en sus ya mono saturadas papilas, cansadas del yaniqueque , el salami popular y los víveres eternos.

Hacían de su alma, una especie de reedición del ciudadano a la espera del situado, en los tiempos de la España boba. Sus tenis remendados producían que sus nervios palidecieran cada vez que se nublaba, sabedor que la lluvia burlaba el cerco y humedecía todos sus pies. Duros y cortados por la frialdad de la mala vida, el peso de la lucha en los barrios de la gran ciudad. Reyes Lamouth apesadumbrado, encorvado sus ánimos por el peso de la miseria, aquél  balance que carcome de una lucha permanente por apenas existir.

Respirar en la periferia como ciudadano de quinta categoría. Olvidado y excluido del supuesto crecimiento que tanto cacarea el gobernador aquél, que con tantos años en el puesto reedita la maldita realidad de los Reyes Lamouth: Lucha por un tubo, hasta el apacible cosquilleo de sentir la tierra sobre el cofre aquél, desde donde nadie nunca torva y dicen que habrá descanso eterno. Hoy; un lunes como si fuera domingo para Carlos, se montó en la voladora. Rumbo al bullicio del mercado nuevo. A la brega y el caníbal joseo, porque bien lo sabe, no hay más hijo de puta, que un pobre contra otro pobre.

Al llegar con sus jeans duros del sobre uso, y sus tenis dropeao del abuso miró cielo. Dos lagrimas corrieron por sus endurecidas mejillas. De nuevo hoy coño… masculló. Hace dos días el camión de lechozas, el producto que el vende en el mercado, no llega con productos. Desde las tormentas pasadas hay escasez de lechozas. Su proveedor de Baní no ha vuelto, parecería toda la cosecha se perdió. Miró las nubes buscando a Dios, una impotencia abrumó todo su ser. Harto de este maldito día a día. De la profunda incertidumbre que marcaba el rumbo de los que como él, debían bregar con subsistir en este valle de lágrimas. Metió las manos en los bolsillos. Le quedaban 600 pesos, 400 pesos eran la compra del día para ganarse la vida. Pensó en jugar a los dados para ganar. Pero no, días atrás lo cubiaron en esa paja mental.

De repente se dispara caminando. Presuroso aceleró sus pasos a su vieja guarida de fechorías y juerga. Al llegar a Montesinos en el malecón, en el hedor atroz en los alrededores del monumento en honor a aquel gigante del sermón de Adviento. Buscó a Pololo y al verlo le grito: dame cien pesos de la vaina. Con las venas brotadas, se sentó; y en el único viaje que experimentaba le dio tre pata a la vaina, y surcó los mares. En unos segundos desdibujo toda su pesarosa realidad. Cánticos preñados de salitre y olas de mar inundaron su alma. Observó los cielos. Se quedó fijo y saboreando con locura feroz el dedo de Montesinos apuntando hacia el horizonte. Montado en la ola de aquella pesadilla falaz y deshonesta trastocó su ser. Una nube le sonreía, un poderoso rayo de sol traspasó un ventanal de peloteros en su hedionda boca. Sonrió; una calentura insufló todo su paladar. Breves segundos después una fabricada calma y relativa paz se manifestó. La fantasía de breves instantes se esfumó como humo aterciopelado. Tras la nota la realidad, golpes del oleaje en los arrecifes. Su pensamientos como las olas; uno tras otro obstinados.

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