Real de Catorce era llamado pueblo mágico. En los siglos XVIII y XIX fue uno de los grandes centros mineros de San Luis de Potosí. Se extraía mucha plata de sus entrañas hasta que excavando toparon con un manto acuífero que al perforarlo inundó la mina. Hoy Real de Catorce es un pueblo fantasma. Un destino turístico perfumado con un aura vieja de codicia humana.
Era la segunda vez que Jacques le Bon visitaba Real de Catorce. Por los años noventa había pernoctado en este pueblo mágico. Un tórrido amor de los tiempos lo llevó allí. Junto al frío seco de la mañana, recordaba aquellas noches de salvajes fluidos carnales con infinitas consumaciones. Muchos años después sus propósitos para la visita eran otros. Ante el ya inminente viraje geoestratégico global, Jacques le Bon le movían propósitos de salvaguardar patrimonio con su viaje. El combustible fue el discurso del nuevo Mesías patriótico global de los tiempos, y el anuncio del lanzamiento de su propia criptomoneda y la de su consorte a escala planetaria. Aquella nueva realidad global erizaba su piel con escalofríos y le producía terror compulsivo de inseguridad económica.
Jacques le Bon tenía un plan. El primer punto era desplazarse hasta Real de Catorce en México. Hace años le daba seguimiento a la numismática. Una de las más célebres monedas acuñadas en Real de Catorce fue la moneda de 8 Reales de 1811. Ante la fiebre desmesurada de acaparar oro de los chinos. Jacques le Bon buscaba alternativas de seguridad para acampar la posible tormenta disruptiva ante el cambio inminente de una nueva Era Mundial. Tenía certezas de conseguir dichas monedas a muy buen precio, en las propias entrañas del pueblo fantasma.
Hoy, el precio de mercado de las monedas de 8 Reales de 1811, rondaba los USD50,000.00. Conseguir algunas in sito a buen precio, era un anhelo de seguridad para Jacques le Bon. Tras almorzar en el Mesón de la Abundancia, riquísimos tacos potosinos de pollo y Zacahuil, se puso manos a la obra con su plan estratégico. Entre piedras agrestes y ensangrentadas con el espíritu de mineros, Jacques le Bon caminaba por el pueblo rumbo a la parroquia San Francisco de Asís. Allí se encontraría con un vendedor clandestino de monedas a las 2:30pm.
Jacques le Bon, infectado con la flema Celta de la puntualidad, llegó antes. Caminaba reflexivo por todo alrededor del hermoso templo a la espera de su encuentro. En silencio observaba los rasgos del edificio neoclásico con elementos dóricos, y los mágicos cielos de Real de Catorce. De repente, un frío viento de miedo atravesó todo su cuerpo. Que carajo hago aquí vociferó Jacques le Bon. Y si este supuesto marchante de monedas es un impostor. Un miembro de los cárteles mejicanos del crimen organizado especialista en extorsión se cuestionaba vibrante con su locura de estar allí.
En las puertas del templo dudaba en que hacer. De frente un árbol de Grosellas le sonreía. Levantó su mano y tomó un puñado. Un agridulce potente pobló todo su ser al probar una grosella. Un salvaje instinto espiritual le despertó. En trance, entre locura y sano juicio volcó su mirada hacia el altar del templo. La figura de Asís miraba desde una imagen en el centro las bóvedas eclesiásticas de forma gótica. Un deseo imperioso de poner los pies en polvorosa se le manifestaba a Jacques le Bon. La terrenal salvaguarda económica era suplantada por la mística espiritualidad.
La inseguridad producto de la llegada del nuevo Mesías patriótico terrenal se quedaba en un suceso. Se afincaba en la tierra como un capítulo más de la historia. Con el sabor a gloria de las gronsellas salvajes Jacques le Bon huía despavorido del lugar. El mundo atemporal de lo espiritual se adentraba por todo su ser, en cada bocanada de aire al correr. Como flashes de luz y libertad Jacques le Bon recordaba las palabras de San Francisco de Asís:
Señor, haz de mí un instrumento de tu paz!
Que allí donde haya odio, ponga yo amor;
donde haya ofensa, ponga yo perdón;
donde haya discordia, ponga yo unión;
donde haya error, ponga yo verdad;
donde haya duda, ponga yo fe;
donde haya desesperación, ponga yo esperanza;
donde haya tinieblas, ponga yo luz;
donde haya tristeza, ponga yo alegría.
¡Oh, Maestro!, que no busque yo tanto
ser consolado como consolar;
ser comprendido, como comprender;
ser amado, como amar.
Porque dando es como se recibe;
olvidando, como se encuentra;
perdonando, como se es perdonado;
muriendo, como se resucita a la vida eterna.