Tras innumerables esfuerzos logró escapar. Hubo de adentrarse a profundidad en su clamor a Makandal. La magia de sus ancestrales dioses le insufló de valor para sentirse invisible y salir del barrio de Carrefour raudo y veloz. Meses de terror, hambre y miseria. Las bandas criminales implantaban el miedo e imperaba el caos en todo Puerto Príncipe. Jean-Baptiste Renoir huía de su realidad, de aquella inviabilidad eterna que representaba su conglomerado tribal y anárquico.
Esperaba a cualquier Godot como los bárbaros de Coetzee. Apesadumbrado sin la aparente posibilidad de la entrada triunfal de los americanos. Clamaba y añoraba una nueva colonización de los tiempos. Ante la tardanza de acción tras el secuestro de 17 blanquitos un mar de infaustos olvidos atiborraba su alma. Esta vez no vendrán pensaba. Se hartaron de todo este túnel tenebroso de desgraciados salvajes. Apuestan a la consumación final de la autodestrucción, a la fusión con los del otro lado del Masacre. Vudú, Creole, mezquindad, odio, resentimiento flotaban por los tristes cielos haitianos como imágenes dantescas del infierno. Jean-Baptiste Renoir masticaba cáscaras de naranjas a falta de otra cosa junto a un pote de agua sucia. Recostado de un árbol desde una mirada perdida recobraba fuerzas para proseguir con su último viaje rumbo a la Citadelle.
A poco de llegar a su destino unas flacas vacas pastaban necesidad. Divisó unas campanas florecidas en medio de patas y pezuñas. Como cósmica ladera humedeció sus entrañas con cada masticada. Mordía y comía soñando con una espesa leche condensada. El viaje comenzó. Evadir para soñar con aroma a pasto le era humano y reconfortante. Antes de proseguir trastocó la historia con magia lleno de sueños. Osorio no llegaba a la Hispaniola tras darle un infarto. Felipe III desaparecía del poder. La casa de contratación de Sevilla era cerrada; y una nueva camada de judíos Sefardíes industrializaban España. Los señoritos, tras la caída de Felipe III, eran intrascendentes e incapaces ante el ascenso al poder de la nueva burguesía española. Una nueva Isabel la Católica con visión cosmopolita industrial resurge en los reinos de Iberia.
En cada trance cósmico Jean-Baptiste Renoir sonreía o más bien plasmaba una mueca feliz repleta de hoyos por peloteros idos a destiempo. Al llegar al destino se sentó en la montaña. La vista llena de esplendor de la Citadelle le preveía sentimientos de grandeza imperial. Un nuevo oscuro retroceso del tiempo borró el momento. Sus ancestros africanos frotaban la tierra al danzar. Cánticos con tambores de pieles curtidas evocan su cosmos. Nunca sucedió susurraba Jean-Baptiste Renoir. Toda la flota de piratas y bucaneros perecía. Las plantaciones francesas desde el esplendor del dios sol oscurecían. África infinita brillaba para desmentir lo bestial de la primera república negra del continente americano.
Frágil sin conocer el amor Jean-Baptiste Renoir apretaba sus manos en la grama imaginaria con la triste vista de la ciudad amurallada de Henri Cristophe. Alguien habría de representar para el resto de la humanidad la más abyecta y miserable condición. Solo y sin creer se abandonaba al infortunio. Taciturno aceptaba el destino. Con el rugir de sus soñadas faunas africana se despedía suave. Perfumado por la desgracia y el desaliento del caos eterno.